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Hay varios de estos, dos uno frente al otro en Gabriel Pereira, otro en el Parque Rodó.

Son esos lugares que se llenan de gente, y por lo tanto debe ofrecer algún atractivo especial. Sin embargo, a mí me resultan un tanto desagradables, y nunca voy por voluntad propia.

El producto básico es restaurante con abundante parrilla y cocina local: pastas, pixetas, ensaladas, algún pez, carne y más carne, ostres. Todo presentado con cierto ornamento pretencioso. Recuerdo unos ravioles de boniato y nuez con salsa de romero, o de postre una crème brûlée, o pizzas con jamón crudo y rúcula. Todo muy tentador hasta que llegan los platos.

Haciendo memoria de mis contadas pasadas por Don Trigo, aparece un laro denominador común: la cocina es muy berreta. Ingredientes malos, arte culinario ausente, presentación que quita el apetito. Y cuidado con pedir el vino de la casa, que es un químico ponzonioso; hay mejores maneras de morir.

El ambiente es algo barullento, por la cantidad de gente, y por la música un tanto fuerte. Tal vez sea ese el atractivo: gente, movimiento, ruido, llenar el buche, enrarecer la sangre, y salir reyendo que realmente pasó algo.